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Historias

Agustín de Iturbide; historia del consumador de la Independencia de México

La noche del 15 de septiembre de cada año, las principales plazas del país se llenan con multitudes poseídas por un espíritu nacionalista. Al grito de ¡Viva México!, millones de personas festejan la Independencia del país.

Sin embargo, existe otra fecha muy particular de una injusticia histórica, ha caído en el olvido. Se trata del 27 de septiembre, que conmemora la entrada triunfal del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, con lo cual se dio por consumada la Independencia en 1821.

Tras la aprehensión y ejecución de los principales líderes insurgentes (desde Hidalgo y Allende hasta Morelos, Matamoros, Galeana y el efímero Francisco Javier Mina), la única resistencia que quedaba –disminuida y prácticamente incapaz de victorias importantes– era la guerrilla que comandaba Vicente Guerrero en la Sierra del Sur.

Esta actividad rebelde, para los peninsulares, no representaba mayores problemas. Era pequeña, bien localizada y permanecía cercada. Entonces sucedió la Conspiración de La Profesa. Estas juntas, realizadas en el Oratorio de San Felipe Neri (ubicado en la actual calle de Madero en el centro de la Ciudad de México) tuvieron carácter secreto.

Precisamente por ello, se desconoce la identidad de la mayoría de los participantes. Su finalidad, sin embargo, siempre fue clara: proclamar la independencia de la Nueva España y establecer una monarquía, la cual estaría presidida por un infante español.

Para esto necesitaban de un connotado militar que inspirara respeto. Alguien sugirió el nombre de Agustín de Iturbide, por lo que convencieron al virrey Juan Ruiz de Apodaca de que lo nombrara Comandante General del Sur.

Don Agustín tendría la misión de pactar la paz con Guerrero y llevar a cabo, juntos, la Independencia de México. La idea no era en absoluto descabellada. Después de todo, Iturbide simpatizó con los participantes de la Conjura de Valladolid en 1809, a quienes tuvo que perseguir por ser soldado realista, pero en ese entonces se dijo convencido de la facilidad con que se lograría la independencia de la Nueva España si ambos bandos trabajaran juntos buscando el mismo fin.

Iturbide aceptó el encargo y pactó con Vicente Guerrero. Entonces, se dieron el mítico abrazo de Acatempan, que en realidad jamás sucedió. En el Plan de Iguala, Iturbide sentenciaría:

“Al frente de un ejército valiente y resuelto, he proclamado la independencia de la América Septentrional. Es ya libre, es ya señora de sí misma, ya no reconoce ni depende de la España, ni de otra nación alguna”.

En el Tratado de Córdoba, firmado por Agustín de Iturbide y Juan de O’Donojú, jefe político superior de la Nueva España, se estableció que: “Esta América se reconocerá por nación soberana e independiente, y se llamará en lo sucesivo Imperio Mexicano”.

La misión se había cumplido. Por fin la independencia era una realidad. Para que no quedara duda, el propio Iturbide, al frente del Ejército Trigarante, entró triunfal a la Ciudad de México el 27 de septiembre de 1821. Algo más se celebraba ese día: el cumpleaños de don Agustín.

Ante estos hechos, Simón Bolívar le envió una sentida carta en la cual lo felicitaba con emoción. El Cabildo de Oaxaca llegó más lejos y afirmó que Iturbide era el nuevo Moisés destinado por Dios para libertar a su pueblo de la tiranía del Faraón.

Los bonos del militar iban al alza, al grado de que el diputado Valentín Gómez Farías emitió un sentido discurso que terminaba así: “Los diputados somos libres de dar nuestro voto para que Iturbide sea declarado emperador. ¡No haremos más que confirmar la aclamación del pueblo!”.

Iturbide recordaría memorias que “Ni un sólo ciudadano expresó la menor desaprobación”.

¿A qué se debe, entonces, la mala fama de Iturbide y la sombra que eclipsa su recuerdo?

A que las cosas se le voltearon muy pronto, pero esto no sucedió por sí solo, sino que vino de la mano de un hombre cuya ambición marcaría con severas cicatrices el futuro de nuestra nación: Antonio López de Santa Anna, quien azuzó a los viejos insurgentes en contra del emperador y se valió de todos los métodos a su alcance con tal de hacerle mala fama.

Junto con Guadalupe Victoria lanzaría el Plan de Veracruz en contra del emperador. Por su parte, el Congreso, olvidándose de que lo había aclamado con palabras entusiastas, decretó: “El Congreso declara la coronación de don Agustín de Iturbide como obra de la violencia y de la fuerza, y de derecho nula”.

Iturbide, lejos de aferrarse al poder, dimitió sin problemas y se refugió en Europa. Mientras tanto, México sufría los primeros embates expansionistas por parte de los Estados Unidos y naufragaba en las aguas internas de su incesante río revuelto.

Muchos de los políticos mexicanos tenían buenas intenciones, pero nula experiencia para gobernar. Casi todos significaban un desastre. En Europa, Iturbide recibía todos los días un buen número de cartas en las que le rogaban regresar.

Luego de mucho meditarlo, aceptó. Volvió al país sin conocer la sentencia de muerte que pesaba en su contra.

En cuanto desembarcó, fue apresado y condenado a muerte. En una carta de despedida a su esposa, justificó su regreso:

“Mi patria iba a anegarse en sangre; me creí capaz de salvarla”. Sus últimas palabras fueron simples: “¡Mexicanos!, muero por haber venido a ayudaros, y muero gustoso, porque muero entre vosotros: muero con honor, no como traidor. No soy traidor, no”.

El libertador Iturbide fue fusilado el 19 de julio de 1824, pero hasta 1838 sus restos fueron traslados a la Ciudad de México para ser inhumados en la Catedral Metropolitana, donde permanecen.

En el piso, se colocó una losa prácticamente escondida que aún sentencia: “Agustín de Iturbide. Autor de la Independencia mexicana. Compatriota, llóralo; pasajero, admíralo. Este monumento guarda las cenizas de un héroe. Su alma descansa en el seno de Dios”.

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