El papa Francisco cumple hoy 80 años, pero nadie lo ve como un adulto mayor sino como el Sumo Pontífice más activo en mucho tiempo, que reconquistó a millones de fieles con su carisma, modernizó la Iglesia católica y fue protagonista de varios de los últimos hitos políticos del planeta.
El religioso argentino Jorge Bergoglio no era de los máximos favoritos a suceder a Benedicto XVI, aquel marzo de 2013. No por sus cualidades, sino porque muchos lo consideraban ya mayor, con 77 años. Pero venció todas las barreras.
Decidido a aprovechar cada minuto en el Sillón de Pedro, revolucionó el Vaticano pese a la resistencia de los sectores más conservadores. Fiel a su estilo y a sus orígenes peronistas, es un Papa político, con todo lo útil que la política le puede aportar a la religión en el Siglo XXI.
Su gesta por la paz en sus casi tres años de pontificado fue intensa e incansable, pese a que desde joven le falta un pulmón y eso lo obliga a prestar más atención a su salud.
Francisco llamó a “detener al agresor injusto” en medio del violento avance del grupo terrorista Estado Islámico, cuando advirtió que “nadie puede usar el nombre de Dios para cometer violencia” y días atrás le pidió al presidente de Siria, Bashar al-Assad, proteger a los civiles de la guerra.
El planeta vive la “tercera guerra mundial a pedacitos”, advirtió el Papa. “Estamos en guerra. El mundo está
haciendo la tercera guerra mundial: Ucrania, Medio Oriente, África, Yemen…”, enumeró el Sumo Pontífice, quien no dudó en advertir que “hoy en día hacen falta líderes”.
Visitó Cercano Oriente y luego intentó reactivar las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos. Abogó por los migrantes y refugiados y pidió combatir la pobreza, recorrió América Latina, fue clave en el restablecimiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos y apoyó las negociaciones de paz de Colombia.
Llegó al máximo cargo de la Iglesia católica en un momento marcado por la crisis financiera. Sin vueltas, el nuevo Papa condenó la “tiranía del dinero” y pidió reformas “éticas”, dando el ejemplo desde una Iglesia sacudida por los Vatileaks y los escándalos financieros.
Jorge Mario Bergoglio llevó al Vaticano la austeridad y la espontaneidad que lo caracterizaba como arzobispo de Buenos Aires. El primer jesuita en llegar a San Pedro vive en una humilde habitación en la Casa Santa Marta, sigue usando sus viejos zapatos negros y prefiere conservar su cruz de plata antes que una de oro. Y pide a los sacerdotes ser pastores “con olor a oveja”.
La sonrisa de Francisco no se esconde detrás de vidrios blindados. Prefiere el contacto con los feligreses y puede estar largos ratos recorriendo la Plaza de San Pedro para saludar a la mayor cantidad de gente posible.
Con la misma determinación, lidera una apertura inédita en el catolicismo que genera tensiones con los sectores más ortodoxos. “El mundo ha cambiado y la Iglesia no puede encerrarse en supuestas interpretaciones del dogma”, instó Francisco, quien aseguró que le “da placer discutir con los obispos muy conservadores, pero bien formados intelectualmente”. Hace pocas semanas, autorizó a los sacerdotes a perdonar el aborto por tiempo indefinido y no sólo en lo que fue el Año de la Misericordia.